02 diciembre 2016

Donatien Alphonse François de Sade

Guillaume Apollinaire definió a Sade como “el espíritu más libre que jamás ha existido”. Desde luego Sade no se detuvo ante ningún abismo; se asomó y por momentos se arrojó a todos los que fue encontrando. Y lo pagó con sus huesos. Veintisiete años de encierro bajo el Antiguo Régimen, el Terror, el Imperio y la Restauración —más de un tercio de su vida— fue el precio de semejante osadía. La osadía de denunciar la moral, a la que consideraba una excrecencia hipócrita teologista, confesa o no; en particular la moral cristiana, denunciada por el marqués como sostenedora y sostenida por todos los sistemas, absolutistas, radicales o moderados.

Ningún sistema opresivo puede privarse de la moral. Ningún sistema opresivo puede sostenerse sólo por la fuerza; necesita apuntalarse proclamando su virtud sin sentirse por ello obligado a practicarla. «Abrid las cárceles o demostrad vuestra virtud», pone Albert Camus retóricamente en boca de Sade. Claro está que ningún Gobierno hizo nunca ni una cosa ni la otra. En cambio todos persiguieron, castigaron y encerraron al marqués de Sade sólo para confirmar y consagrar su propia hipocresía ante el mundo y en el mundo. Saint-Just, frente a Sade, opondría para Camus otra máxima igualmente retórica que fundamenta el totalitarismo: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las cárceles».
Sade rompió el espinazo de la moral cristiana en nombre de la naturaleza, y con ello dejó al descubierto los feos intersticios, los repugnantes tendones, los tuétanos, los nervios y las arterias de ese espinazo; saltaron las astillas y los fluidos innobles; lo dejó todo perdido de sangre literaria y eso le convirtió en un maldito. Alguien tenía que hacerlo en su siglo, y sus veintisiete años de encierro le dieron tiempo y motivos sobrados para desear con furia que todo saltara por los aires y para reflejarlo en sus textos. Alguien tenía que hacerlo, pero lo hizo él. El estallido literario que provocó Sade derramó la inmundicia contenida en el cascarón sagrado de la moral, hija de los principios caídos del Cielo sagrado de la Iglesia o del Cielo profano del Poder que tomó su relevo. Sade es odiado o repudiado, no por lo que defendió —él no era un razonador—, sino por lo que denunció. Sade no reconoce límites a la libertad, rechaza que la virtud sea su consecuencia natural, y en sus textos de ficción lleva al extremo sus tesis. En lo literario no tiene freno ni se disculpa por su falta de freno, ésa es su grandeza como escritor. Es verdad que Sade incide en la maldad. Pero veintisiete años de encierro no podían crearle una gran opinión sobre sus contemporáneos ni sobre el dios que su educación le había impuesto.
Donatien Alphonse François, marqués de Sade, nació en París el dos de junio de 1740. Murió encerrado el dos de diciembre de 1814, hace doscientos dos años. Tras el triunfo de la Revolución francesa —dos semanas antes de la toma de La Bastilla se encontraba encerrado en esa fortaleza— aún pasó casi un año de encierro; no fue liberado hasta abril de 1790. Jugó un papel destacado como presidente de la Sección de Picas en París en 1793, durante el apogeo de la Revolución. En una época de revisión de todos los valores, Sade los negó todos. Los hijos no debían ser propiedad de los padres; la mujer, como el hombre, no era sólo un objeto sexual, sino también un sujeto sexual: algo apenas si afirmado por los publicistas, libertinos o no, hasta la fecha.
Su caída en desgracia durante el Terror, que estuvo a punto de costarle la vida, se debió entre otras cosas a su oposición a la pena de muerte. Sade, como cualquier revolucionario o cualquier ser pensante y sensible, comprendía que se pudiera ejercer la violencia hasta la muerte contra un semejante en el furor de las pasiones políticas o personales. Pero, puesto que negaba la moral, se negaba a reconocerle a ningún Poder la superioridad moral para juzgar los crímenes ajenos reales o supuestos hasta el extremo de quitarle la vida al reo. Para Sade, ese mismo Poder está controlado por seres cargados con las mismas miserias. El que castiga legalmente el crimen transmite el mensaje implícito de que no lo practica. Pero el Poder está infestado de crimen y de criminales. Puede pues ejecutar el castigo máximo, pero no legitimarlo sin autoimponérselo.
A su oposición a la pena de muerte Sade unió su enfrentamiento con Robespierre a propósito del ateísmo. El Comité de Salud Pública jacobino trató de imponer una religión deísta de Estado: el culto al Ser Supremo. El marqués no reconocía la supremacía sacra de ningún ser sobre otro, y menos sobre sí mismo. Cuando el Terror le volvió a encerrar, se mostró dispuesto a convertirse en “mártir del ateísmo”. Salvó el cuello de la guillotina por muy poco. Sade probó con demasiada intensidad el amargo aperitivo de la muerte como para no valorar la vida hasta el extremo, y el corolario de la vida digna de tal nombre: la libertad, es decir, su libertad. Al menos para expresarse, a ser posible sin pagar con la cárcel su libre expresión.
Parece claro que Apollinaire no exageraba. Como poco, Sade fue uno de los espíritus más libres que jamás han existido. La prueba paradójica es que, como Blanqui o Chernichevsky por motivos muy diversos, pasó casi la mitad de su vida purgando esa libertad de espíritu en los presidios. Los esclavos obedientes no suelen conocer las rejas ya que viven en un estado permanente de cárcel moral ambulante. Las rejas, metáforas materiales de los principios y los valores religiosos o laicos fantasmagóricos, se reservan para los hombres libres, los que no conocen la moral de los esclavos ni sienten curiosidad alguna por conocerla.