04 diciembre 2016

Los límites de la literatura

A la literatura nada humano —ni siquiera inhumano— le es ajeno. Cuando se habla de los límites de su contenido se corre el riesgo de dejar en la puerta aquello que se considera desagradable, malo o inconveniente sin más. Como no hay unanimidad sobre qué es desagradable, malo o inconveniente, más vale que todos los temas puedan entrar. De hecho, no se trata de que sea recomendable: es inevitable. El límite continental de la literatura es el tamaño del papel.
Y ahí cabe todo. El papel, como suele decirse, lo aguanta todo. Aunque, al menos en nuestra cultura, la sexualidad, la pornografía, las perversiones o las violaciones siempre parecen tener que justificar su presencia en el mundo de las letras, como si no bastara su mera existencia en el mundo real. Y, sobre todo, como si escribir ficción sobre unos hechos significara necesariamente legitimarlos.
Sade es un apestado del que se imagina más de lo que se conoce. Nabokov tuvo que pasarse la vida desmintiendo que fuera un pedófilo por haber escrito Lolita. En cambio, nadie le pregunta a Stephen King si tiene inclinaciones criminales psicopáticas. La herencia del dios bíblico, siempre lleno de violencia y vacío de sexo, no parece ajena a esos amagos censores selectivos. No: en literatura no hay temas tabú, ni siquiera el del aburrimiento.
En la cuestión formal, parece claro que hay que evitar o moderar el uso de algunos giros, expresiones, supuestos recursos o descuidos que embotan la transmisión del mensaje literario. Por eficacia, no por imperativo. Eso es la estética o la belleza de una obra literaria: la eficacia en la transmisión. La literatura es forma; la forma de mejor comunicar por escrito. Lo que se quiere comunicar, o quién lo quiere comunicar, queda al margen.
Hablando de la forma, en el taller de escritura creativa de Herr Professor que sufrí durante un tiempo (ha concluido) ocurrió el otro día algo curioso. Herr Professor enumeró una serie de usos y costumbres a evitar en narrativa por el bien de la forma. Algunas de esas indicaciones eran evidentes o casi: evitar aliteraciones o rimas internas; tener cuidado con los gerundios o los adverbios; moderar el uso del adjetivo o el hipérbaton; huir de las frases hechas y los lugares comunes, etcétera. Y, de pronto, Herr Professor dijo que en narrativa es mejor que no aparezcan los sueños de los personajes.
No entendí el motivo de esa afirmación, así que le pregunté. La respuesta de Herr Professor fue confusa: su experiencia como funcionario de la palabra así parecía aconsejarlo. Le comenté que en mis novelas suelo mencionar los sueños de los personajes, siempre dejando claro que se trata de sueños y no de otra cosa, y sin que ocupen páginas y páginas sino apenas unas líneas cada vez que aparecen. Le dije que lo hago porque aportan información a la historia o ayudan a caracterizar al personaje. Añadí que ninguna novela que yo recuerde relata los sueños de los personajes, así que le pregunté por alguna que pudiera leer para comprobar por mí mismo lo acertada que era su opinión. No pudo darme ningún título.
Supongo que Herr Professor debía de referirse al recurso irritante de contar una historia larga y compleja para desvelar al final, sorpresivamente, que todo fue un sueño; algo como lo que ocurre con Alicia en el País de las Maravillas. Supongo; pero no lo sé, porque no lo dijo. Se limitó a decir que su experiencia le llevaba a la conclusión antisueños, y que las editoriales no aceptaban novelas con sueños. Argumentos al margen de la cuestión: la calidad, la belleza, la eficacia de la transmisión. La literatura.
Es evidente que en un texto narrativo puede contarse cualquier cosa que haga o que le hagan al personaje siempre que contribuya a hacer la narración eficaz. El personaje anda, come, defeca, enferma, sana, huye, gana, pierde, copula, roba, mata, muere, duerme… y sueña. Naturalmente, un sueño puede relatarse bien o mal; puede contarse o mostrarse; narrarse en presente o en pasado; puede venir a cuento o no; puede ser sucinto o farragoso, verosímil o inverosímil. Pero, puesto que no hay motivo para no contar un encuentro sexual o un banquete, no veo cuál puede haber para no contar un sueño. Cuando se hacen este tipo de afirmaciones formales conviene tener argumentos para justificarlas, sobre todo si se cobra por hacerlas.
Claro que relatar un sueño, como relatar una escena erótica, es especialmente difícil. En ambas circunstancias, la conciencia se relaja o desaparece. Pero se trata de relatarlas bien, no de evitarlas. Sencillamente porque son inevitables.