03 diciembre 2016

‘El asco’ de Horacio Castellanos Moya

El asco, subtitulada Thomas Bernhard en San Salvador, es una novela breve que no deja títere con cabeza. Ni siquiera la del narrador último, ese Edgardo Vega al que oímos a través de un narrador-puente identificado con el propio autor, Moya. Es una novela-purgante, o una novela-río, aunque el río sea de vómito. Va de la diarrea a los excrementos pasando por los mocos. Y con esos materiales chuscos, el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya construye una narración precisa, con una estructura cuidada y un ritmo que no decae en ningún momento. Arranca la carcajada muchas veces, la sonrisa casi todas, pero hay un poso trágico y reflexivo detrás de la fachada cómica. En su perorata, el neurótico y delirante Vega destripa como a un pez muerto la farsa de la Historia, la política, las costumbres y todas las entelequias sangrientas de su país, y las expone a la vista de todos. Podrían ser las de cualquier país en realidad, pero son las del suyo a su pesar. No es extraño que el autor de la novela, Castellanos Moya, recibiera amenazas de muerte cuando publicó El asco. Una novela en la que se echa pestes contra los militares, los exguerrilleros, los políticos, el patriotismo, los próceres de la patria, los empresarios y todo bicho más o menos viviente puede reportarle a su autor el odio de cualquiera de los objetivos de sus contraataques.
Vega, el protagonista, es un renegado; reniega de todo, hasta de sí mismo. Sobre todo de sí mismo. El subtítulo de la novela no es casual; el autor rinde homenaje a Thomas Bernhard en el estilo, el tema de fondo y hasta en el desenlace. El asco, como por ejemplo El sótano de Bernhard, es una novela de alejamiento. De fuga. La condición humana es la huida, empezando por Odiseo o Don Quijote. Odiseo en realidad no tiene ninguna prisa por volver a Ítaca, por eso La Odisea lleva su nombre y no el de su patria. Don Quijote reniega de sí mismo y Cervantes olvida el nombre de su lugar.
Vega, en El asco, sigue a Odiseo y a Don Quijote. Odiseo se enfrenta a sus dioses; Don Quijote a molinos y rebaños, la base de su tiempo. Vega se enfrenta a todo, arranca las raíces. Es un radical: tira al niño con el agua de la bañera, grita que viene el lobo aunque a veces no venga; es paranoico, hipocondriaco, ingrato. Tiene arranques racistas, clasistas, deplora a la infancia. Pero incluso en esos instantes demenciales nos identificamos con él, porque sospechamos que su locura manchada de lucidez (o más bien viceversa) ha tenido un desencadenante trágico. El desapego hacia su madre y el rechazo visceral a la familia son pistas poderosas. Es justo. Si alguien reniega de sí mismo, reniega de la humanidad. Y los niños, los pobres, las mujeres, los negros, son una gran parte de la humanidad. Incluso en esos momentos demenciales le comprendemos, porque sentimos su amargura.
“Siempre me pareció la mayor tontería creer que tenía algún sentido ser salvadoreño”, dice Vega. Y despotrica contra la Historia, la política, la literatura, la música, las costumbres y hasta la comida salvadoreña. Se vacía. Pero El Salvador es un escenario, un pretexto. El mundo está lleno de países, y los países están llenos de motivos para huir.
Cuando finalmente cree que ha perdido su pasaporte canadiense, Vega toca el filo de la locura. Declara que esa pérdida temporal ha sido “el peor susto de mi vida”, y eso cuando la muerte de su madre está muy reciente. Esa muerte no significa para él más que un incordio. Pero la pérdida de un trozo de papel, el pasaporte canadiense, le provoca un furor y una desesperación imposibles de reprimir. Esa pérdida le habría despojado de su nueva nacionalidad y de su nuevo nombre. Habría frustrado su fuga, su conquista.
En El asco no debemos traer al narrador a nuestra lógica sino dejarnos llevar por su delirio. La narración no está ahí para confirmar nuestra visión del mundo sino para negarla o, al menos, cuestionarla. Exactamente lo que nos ocurre cuando somos honrados. A estas alturas ya no hay que buscar héroes sino una reflexión. La Verdad nació y murió con El Libro. Los libros posteriores como El asco no ocultan sus trucos y, así, iluminan.