14 octubre 2016

Todas las novelas son novelas de amor

Hace unos días, en un taller literario alguien preguntó si es verdad, como suele decirse, que sólo hay tres temas a la hora de escribir narrativa: la vida, el amor y la muerte. Sí; sólo ésos, y no son pocos. Claro que la vida es un término muy amplio, como dijo esa persona. También lo son el amor y la muerte aunque parezcan más específicos. Pero, hablando de la vida, dejar entrever si tiene sentido o sinsentido, si es dura o muelle, si es sagrada o engañosa; sugerir eso mediante personajes vivos justifica la narrativa, y en particular la novela.
Hay muchos temas que participan de uno de esos términos, o de dos, o de los tres: amistad, autoridad, infidelidad, relaciones familiares, rabia, odio, celos, exilio, desarraigo, tedio, satisfacción, venganza, etcétera. Pero esos temas, y todos los imaginables, son manifestaciones de alguno de los tres primarios. Vida, amor o muerte, o un cóctel más o menos agitado de entre ellos, es el poso que queda cuando se despeja la incógnita de la trama.
De todos modos, los temas de la vida y de la muerte parecen obvios. Pero ¿por qué el amor? ¿Qué tiene de especial, qué le hace superior al odio o a cualquier otro concepto que se refiera a los sentimientos, hasta el punto de compartir el monopolio de la narrativa con la vida y la muerte?
La respuesta puede darse rápidamente: el amor es la condición necesaria para la vida. Se puede vivir sin odiar, por ejemplo, pero no sin amar. Y en la narrativa funcionan personajes vivos. Relacionados unos con otros.
Suele decirse que todas las novelas son policiacas. Suspense, descubrimiento de lo oculto, conflicto, transgresión, misterio. Así se va atrayendo al lector, se le va poniendo delante el estímulo para que quiera saber más, para que siga leyendo. Así es formalmente. Pero si rascamos, lo que hay por debajo es la emoción. Y la emoción suprema es el amor. No porque sea buena o mala. Es así. En El cartero siempre llama dos veces lleva al asesinato. En Crimen y castigo lleva a la salvación. El amor no es bueno ni malo; como el dios bíblico, es el que es.
La trama, con sus analepsis y sus prolepsis, sus anábasis y sus catábasis, sus in media res, sus arcos de transformación y sus ciclos narrativos, sus motivos ligados y libres, tiene importancia porque es la parte visible e inmediatamente reconocible de la novela; pero lo verdaderamente importante es la subtrama emocional oculta bajo la superficie, con sus corrientes subterráneas, sus remolinos, sus peces, sus piedras y sus botellas de plástico. Lo del fondo es lo fundamental, y en el fondo siempre encontraremos, entre aguas claras o turbias, el amor.
Todas las novelas son novelas de amor por la sencilla razón de que en ellas se relacionan unos personajes con otros. De la relación surge el conflicto, nudo de la narrativa, y también el amor. Inevitablemente, necesariamente; no puede haber una trama que refleje una vida de relaciones, aunque sean pocas, aunque sean pobres, aunque sean imaginarias, sin amor. El amor es su producto inevitable. Los personajes están vivos, y no se puede vivir sin amar. Esto puede sonar cursi o manido, pero no se trata de una visión romántica sino objetiva del asunto: el amor es consecuencia de la vida como el sudor lo es del calor del sol. Amar es algo tan necesario, para la vida y a partir de la vida, como el instinto de supervivencia. Se puede vivir, aunque sea mal, sin ser amado, pero de ningún modo, en absoluto, sin amar.
En el cuento puede no haber amor o apenas haberlo, porque el cuento suele reflejar un trozo escueto de vida. Por el mismo motivo puede haber, y hay, grandes cuentos con personajes planos, romos, con los que se pueden construir buenas historias. Eso no ocurre con la novela. La novela, como poco, es un trozo generalmente largo y siempre profundo de vida. Los personajes en la novela no están para sostener la historia, sino que es la historia la que está para decirnos quiénes son los personajes, cómo son, por qué hacen lo que hacen. Los personajes viven, y esa vida no podría prolongarse cien o doscientas páginas sin el aliento del amor. Insisto en que no es romanticismo. Es aliento, respiración, empuje, nervios, músculos, tendones, neuronas, fluidos. Es realismo en el sentido amplio de la palabra. Es lo que hay.
Desde Homero hasta Tolstoi, desde Diderot hasta Hemingway, lo que mueve al personaje que actúa, al protagonista, es el amor. Puede ser un asesino, un ladrón, un hombre honrado o el tipo más aburrido del mundo. Lo seguro es que mate o robe, socorra o aconseje, viaje o se quede donde está, lo hace por amor a alguien. Por el amor que siente hacia alguien. Hacia su novia o hacia una estrella de cine que ha visto en las películas; hacia su madre o hacia un amigo: el móvil, tanto del crimen como del acto heroico, siempre es el amor.
Cualquier ejemplo vale: Los hijos del capitán Grant, La Iliada, El proceso o El guardián entre el centeno. El loco Don Quijote tiene que inventar el amor que mueve su brazo. No va dando y recibiendo mandobles en nombre de la humanidad, de Dios o de la patria, sino de su amor: Dulcinea. Muere, no por ser derrotado en Barcelona por el tramposo Sansón Carrasco —había sido derrotado y molido a palos muchas veces—, sino porque ha recuperado la cordura y ha dejado de recrear la existencia de Dulcinea, encantada o desencantada. Ha dejado de amar. La consecuencia es que deja de alentar.