Guillaume Apollinaire definió a Sade como “el espíritu más libre que jamás ha existido”. Desde luego Sade no se detuvo ante ningún abismo; se asomó y por momentos se arrojó a todos los que fue encontrando. Y lo pagó con sus huesos. Veintisiete años de encierro bajo el Antiguo Régimen, el Terror, el Imperio y la Restauración —más de un tercio de su vida— fue el precio de semejante osadía. La osadía de denunciar la moral, a la que consideraba una excrecencia hipócrita teologista, confesa o no; en particular la moral cristiana, denunciada por el marqués como sostenedora y sostenida por todos los sistemas, absolutistas, radicales o moderados.

Ningún sistema opresivo puede privarse de la moral. Ningún sistema opresivo puede sostenerse sólo por la fuerza; necesita apuntalarse proclamando su virtud sin sentirse por ello obligado a practicarla. «Abrid las cárceles o demostrad vuestra virtud», pone Albert Camus retóricamente en boca de Sade. Claro está que ningún Gobierno hizo nunca ni una cosa ni la otra. En cambio todos persiguieron, castigaron y encerraron al marqués de Sade sólo para confirmar y consagrar su propia hipocresía ante el mundo y en el mundo. Saint-Just, frente a Sade, opondría para Camus otra máxima igualmente retórica que fundamenta el totalitarismo: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las cárceles».
Sade rompió el espinazo de la moral cristiana en nombre de la naturaleza, y con ello dejó al descubierto los feos intersticios, los repugnantes tendones, los tuétanos, los nervios y las arterias de ese espinazo; saltaron las astillas y los fluidos innobles; lo dejó todo perdido de sangre literaria y eso le convirtió en un maldito. Alguien tenía que hacerlo en su siglo, y sus veintisiete años de encierro le dieron tiempo y motivos sobrados para desear con furia que todo saltara por los aires y para reflejarlo en sus textos. Alguien tenía que hacerlo, pero lo hizo él. El estallido literario que provocó Sade derramó la inmundicia contenida en el cascarón sagrado de la moral, hija de los principios caídos del Cielo sagrado de la Iglesia o del Cielo profano del Poder que tomó su relevo. Sade es odiado o repudiado, no por lo que defendió —él no era un razonador—, sino por lo que denunció. Sade no reconoce límites a la libertad, rechaza que la virtud sea su consecuencia natural, y en sus textos de ficción lleva al extremo sus tesis. En lo literario no tiene freno ni se disculpa por su falta de freno, ésa es su grandeza como escritor. Es verdad que Sade incide en la maldad. Pero veintisiete años de encierro no podían crearle una gran opinión sobre sus contemporáneos ni sobre el dios que su educación le había impuesto.