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25 agosto 2017

Nietzsche contra la Idea

El 25 de agosto de 1900, hace 117 años, murió Friedrich Nietzsche. Su filosofía es demasiado amplia, demasiado llena de matices —y de contradicciones o, al menos, de puntos interpretables— como para poder exponerla en un pequeño espacio. Me detendré sólo en algunos aspectos que me parecen especialmente interesantes.
Ante todo, conviene dejar claro que la filosofía de Nietzsche no es social sino individual. Nietzsche siente ansia de libertad individual, también para sus semejantes, puesto que para él la libertad del otro no es el límite sino la garantía de su propia libertad. Pero se trata de que el ser humano, cada ser humano, se emancipe. No en un cuarto cerrado, claro está; en contacto con los demás, pero en definitiva cada cual sólo responde ante sí mismo.
Nietzsche se empeña en refutar punto por punto toda la filosofía especulativa que ha llegado hasta él, usando al menos en parte sus propias armas. La diferencia con Stirner es que éste la despacha de un plumazo, alegremente, en nombre sólo de su opinión, mientras que Nietzsche se enfrasca en una pelea sin un fin previsible contra la Idea. Stirner le da la espalda a esa pelea porque no considera a la Idea un rival digno de él. Nietzsche es un botánico; Stirner, un leñador. Por eso Nietzsche tiene una producción literaria tan abundante mientras que Stirner sólo escribió una obra extensa. Pero ambos combaten lo que consideran la mala hierba de la Idea que recorre todo el siglo XIX recogiendo el testigo de la Cristiandad. Aunque no dejó constancia de que Stirner le influyera, muchos párrafos de Nietzsche son muy confundibles con el lenguaje stirneriano.

19 diciembre 2016

‘Cumbres Borrascosas’: el Mal o la pasión

Georges Bataille dedica el primer capítulo de su ensayo La Literatura y el Mal a Emily Brontë. Nacida el 30 de julio de 1818 y muerta el 19 de diciembre de 1848 en Yorkshire, al norte de Inglaterra, vivió apenas treinta años y escribió una sola novela, Cumbres Borrascosas, publicada poco antes de su muerte. Bataille dice que Brontë «llegó hasta el límite del conocimiento del Mal». Un juicio arriesgado, como todos los juicios de valor. Emily Brontë conoce la dureza, el rigor y la severidad de una familia encabezada por un pastor anglicano, es huérfana de madre desde niña y su entorno social está lleno de moral religiosa. Pero también crece en un medio de naturaleza agreste, salvaje, que refleja en su obra. El concepto de Mal es hijo de los valores. La dureza de las circunstancias no encaja en los valores, es contingente. El Mal —sobre todo si se escribe con mayúscula— pretende trascender y, sencillamente, no lo consigue.

02 diciembre 2016

Donatien Alphonse François de Sade

Guillaume Apollinaire definió a Sade como “el espíritu más libre que jamás ha existido”. Desde luego Sade no se detuvo ante ningún abismo; se asomó y por momentos se arrojó a todos los que fue encontrando. Y lo pagó con sus huesos. Veintisiete años de encierro bajo el Antiguo Régimen, el Terror, el Imperio y la Restauración —más de un tercio de su vida— fue el precio de semejante osadía. La osadía de denunciar la moral, a la que consideraba una excrecencia hipócrita teologista, confesa o no; en particular la moral cristiana, denunciada por el marqués como sostenedora y sostenida por todos los sistemas, absolutistas, radicales o moderados.

Ningún sistema opresivo puede privarse de la moral. Ningún sistema opresivo puede sostenerse sólo por la fuerza; necesita apuntalarse proclamando su virtud sin sentirse por ello obligado a practicarla. «Abrid las cárceles o demostrad vuestra virtud», pone Albert Camus retóricamente en boca de Sade. Claro está que ningún Gobierno hizo nunca ni una cosa ni la otra. En cambio todos persiguieron, castigaron y encerraron al marqués de Sade sólo para confirmar y consagrar su propia hipocresía ante el mundo y en el mundo. Saint-Just, frente a Sade, opondría para Camus otra máxima igualmente retórica que fundamenta el totalitarismo: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las cárceles».
Sade rompió el espinazo de la moral cristiana en nombre de la naturaleza, y con ello dejó al descubierto los feos intersticios, los repugnantes tendones, los tuétanos, los nervios y las arterias de ese espinazo; saltaron las astillas y los fluidos innobles; lo dejó todo perdido de sangre literaria y eso le convirtió en un maldito. Alguien tenía que hacerlo en su siglo, y sus veintisiete años de encierro le dieron tiempo y motivos sobrados para desear con furia que todo saltara por los aires y para reflejarlo en sus textos. Alguien tenía que hacerlo, pero lo hizo él. El estallido literario que provocó Sade derramó la inmundicia contenida en el cascarón sagrado de la moral, hija de los principios caídos del Cielo sagrado de la Iglesia o del Cielo profano del Poder que tomó su relevo. Sade es odiado o repudiado, no por lo que defendió —él no era un razonador—, sino por lo que denunció. Sade no reconoce límites a la libertad, rechaza que la virtud sea su consecuencia natural, y en sus textos de ficción lleva al extremo sus tesis. En lo literario no tiene freno ni se disculpa por su falta de freno, ésa es su grandeza como escritor. Es verdad que Sade incide en la maldad. Pero veintisiete años de encierro no podían crearle una gran opinión sobre sus contemporáneos ni sobre el dios que su educación le había impuesto.