14 julio 2018

El elocuente Linguet

El 14 de julio de 1736 nació Simon Linguet, economista y periodista francés. Fue guillotinado en París bajo el Gran Terror, apenas un mes antes de la caída de Robespierre. Linguet tuvo el mérito de desenmascarar, no sólo con pasión sino con rigor en los argumentos, el nuevo tipo de esclavitud aparecido a lo largo del siglo XVIII en la Europa de la industria y el mercado incipientes: la esclavitud asalariada. Una esclavitud más sutil y perniciosa, peor en su opinión que la esclavitud a la vieja usanza o que la servidumbre feudal. Para Linguet, en resumen, el sistema de trabajo asalariado hace que el nuevo esclavo se vea obligado a implorar que lo esclavicen. ¿Por qué? Porque mientras que el esclavo tradicional tiene el sustento asegurado, el nuevo esclavo no. El sistema de trabajo asalariado lleva consigo la amenaza permanente para el trabajador de morir de hambre.
Linguet se enfrentó a los fisiócratas, precursores del liberalismo económico, y a los filósofos, partido de la élite intelectual que supo anticipar los cambios necesarios para preservar la sociedad de clases. También atacó a las autoridades, y bajo el Antiguo Régimen estuvo encarcelado en la Bastilla desde 1780 hasta 1782. En 1767 había escrito la Teoría de las leyes civiles, su obra más importante.
«El esclavo —escribe— era precioso para su amo por el dinero que le había costado. Valía al menos tanto como se pudiera sacar de su venta en el mercado. Es la imposibilidad de vivir por cualquier otro medio lo que obliga a nuestros jornaleros agrícolas a cultivar el suelo cuyos frutos no comerán y a nuestros albañiles a construir edificios que no ocuparán. Es la necesidad la que les obliga a arrodillarse delante del rico para obtener de él la autorización de enriquecerle. ¿En qué les ha beneficiado la supresión de su esclavitud? Son libres, decís. Ah, ésa es su desgracia. Tienen el más terrible, el más despótico de los amos: la necesidad. Así que tienen que encontrar a alguien que les contrate o morir de hambre. ¿Es eso ser libre?».
El trato que reciben los asalariados de sus patronos, denuncia, no es muy distinto del que recibían los esclavos de sus propietarios. La ventaja que disfrutan es más que dudosa. «Además de las humillaciones y malos tratos casi iguales a los que sufrían los esclavos —dice Linguet—, estos actuales siervos libres padecen el continuo temor a morir por hambre».
El paso de la esclavitud y de la servidumbre al trabajo supuestamente libre, sigue, trae consigo «un estado de cosas que, pareciendo honrar a la especie humana, ha oprimido a las tres cuartas partes de los hombres hasta el extremo de tener que envidiar el destino de los animales domésticos, cuya seguridad, incluso física, están lejos de compartir».
La cadena que sujeta al trabajador libre es el salario, cuyos eslabones están formados por la disyuntiva cotidiana de vender su esfuerzo al precio que quieran ofrecerle o morir de hambre. Babeuf en la Conspiración de los Iguales de 1796 tomó muchos de sus argumentos del “elocuente Linguet”, al que admiraba.
Linguet, que también fue jurista, denuncia las leyes como garantes de la desigualdad y de la propiedad. Responde a Montesquieu y a su Espíritu de las leyes con estas palabras: «El espíritu de las leyes es la propiedad».
Linguet anticipa la crítica de Proudhon: «Incluso la propiedad hoy considerada más legítima y más sagrada se basa en la usurpación». Niega el derecho de propiedad en nombre del derecho a la vida. «La primera de todas las propiedades es la de la vida. No hay derechos, ni puede haberlos, cuando la vida está comprometida por el hambre».
La supuesta autonomía mutua de la economía y la política para Linguet es una falacia, así como el carácter libre y espontáneo del mercado: «Las leyes constituyen una salvaguardia concedida al rico contra el pobre. Es duro pensar, y sin embargo está totalmente demostrado, que son en cierto sentido una conspiración contra la mayoría del género humano».
El radicalismo de Linguet le llevó muy lejos en su disección de las sociedad y de las relaciones económicas. En su Respuesta a los doctores modernos (1771), replica a los que hablan de la benevolencia de los ricos al dar empleo y alimentar así a los asalariados: «Al revés, la vida del asalariado es la que genera la opulencia; precisamente razonáis como un hombre que dijese que un río alimenta los arroyos que lo forman, en lugar de ser los arroyos quienes alimentan el río».
El nuevo modo de producción e intercambio capitalista «compromete la existencia de ese jornalero que no tiene para vender más que el alquiler de sus brazos, de los que se puede prescindir dos o tres días; en cambio, le venden pan del que no puede prescindir ni veinticuatro horas». Linguet anticipa, asimismo, las crisis de sobreproducción y el desempleo crónico. La economía parece no ser capaz de alimentar ni proporcionar estabilidad a toda la población. El motivo, al parecer imponderable, es que los productos hay que comprarlos. Es decir, hay que intercambiarlos por trozos de papel investidos de poderes mágicos. Y esos trozos de papel fabulosos se amontonan en unas pocas y grandes bolsas.
Linguet hace que la magia se esfume con argumentos materiales, incluso fisiológicos: «Todo ser vivo tiene razones para exigir alimentos: sus dientes y su estómago; su primer deber es velar por su subsistencia. La sociedad ha podido restringir este derecho, pero no aniquilarlo». La naturaleza se impone, a no ser que el cerebro humano, parte de esa naturaleza, esté tan alterado por los prejuicios como para negar a su portador no sólo la inteligencia sino, más allá, el instinto de supervivencia en nombre de la sumisión a ritos metafísicos.
Hoy está generalmente aceptado que los empresarios son los que “generan empleo”, los que “crean riqueza”. Hace un cuarto de milenio, Linguet puso en evidencia que lo único que crea riqueza es el trabajo. El capital es un fetiche que sólo crea miseria y violencia. Cuando se llama “emprendedores” a los capitalistas, denotando audacia, progreso, afán constructivo y casi filantrópico, se adopta un sesgo idealista. En realidad no les mueve más que la codicia, aunque para satisfacerla tengan que usar y tratar a sus semejantes como a bestias. Unas bestias tan numerosas y tan dóciles que viven con la puerta del establo permanentemente abierta, son totalmente “libres” para salir y morirse de hambre si les place.
Es digno de observarse, por otro lado, que la Revolución francesa se ha vendido muy por encima de su precio. Que bajo la dictadura jacobina se ejecutara a Linguet no es un dato menor. Hoy, 14 de julio, también es el aniversario de la toma de la Bastilla. Una de las primeras medidas tomadas tras aquella gesta fue la aprobación en 1791 de la Ley Le Chapelier, que prohibía la huelga y los sindicatos obreros, y que se mantuvo vigente en Francia a lo largo de casi tres cuartos de siglo. Durante la mayor parte del período revolucionario, el sufragio fue restringido a los varones propietarios con cierta renta. Incluso en el apogeo de la Revolución, el Comité de Salud Pública bajo la dirección de Robespierre reprimió sin contemplaciones a los elementos más avanzados, los enragés, los cordeliers, la Sociedad de Mujeres Republicanas Revolucionarias. La Convención prohibió todas las sociedades de mujeres en octubre de 1793, y los dirigentes termidorianos y bonapartistas —Tallien, Fouché, el propio Bonaparte y muchos otros— surgieron del club jacobino. Madame de Staël dijo con acierto sobre Bonaparte después de Brumario: “Es un Robespierre a caballo”.
Simon Linguet fue más revolucionario y contribuyó a socavar los cimientos de la sociedad clasista y sus puntales, las leyes y los prejuicios, mucho más profundamente que la mayoría de las vacas sagradas de la Gran Revolución, pese a que los nombres de esas vacas sean hoy más recordados por la Historia política.

No hay comentarios:

Publicar un comentario