29 junio 2018

El lector: quién es, qué quiere, qué queremos de él y, ante todo, ¿existe?

‘El lector’, esa categoría que manejamos los escritores para sentir menos nuestra soledad, es siempre la coartada o la excusa que ponemos para sentarnos a escribir y, una vez sentados, para escribir unas palabras en lugar de otras. Faz en lugar de hoz. In en lugar de out, Lolita, Te quiero, yo no, ah pues que bien, en lugar de zzzzzz. Bien. Juguemos limpio para variar: el lector no existe. Es un amigo imaginario. Una voz que nos habla en la cabeza. Los escritores somos locos con rotulador, aceptémoslo de una vez, y el lector es un personaje más.
En las tertulias literarias, aparte de trasegar vino peleón a doce pavos la copa, se habla mucho, demasiado, del lector. De ese agujero en la caja de zapatos en la que vivimos los escritores. El agujero no es la caja, por desgracia. Si lo fuera, no habría caja, todo sería agujero, es decir, todo sería nada, la nada inmensa: el lector. O, más bien, la fusión perfecta escritor/lector, la narrativa original. Pero llegados a este punto (¿qué punto?: supongo que un punto evolutivo o cultural o algo así), el arte se ha individualizado tanto que prácticamente no es transmisible. Es transmisible, puede, pero a través del agujero de una caja de zapatos. Ocurre como con la literatura cómica, que es una especie de correlato. Siempre se dice que a la literatura cómica se la minusvalora. La comicidad es esencial para vivir, de acuerdo, como los agujeros de la nariz son esenciales para que respiremos y por tanto vivamos. Pero respirar no es vivir, es una parte del vivir, básica, pero da poco de sí. Puedes escribir un soneto en torno a una nariz, o una canción en torno a la respiración o al ronquido, pero eso no completa la compresión de la existencia. La existencia, que, al fin y al cabo, parece que no es demasiado divertida según me cuentan. Los agujeros de una caja no son la caja. Ojalá lo fueran. La caja es lo que hay, los agujeros son lo que no hay.
[Que a nadie se le ocurra decir que El Quijote es una obra cómica, dicho sea entre corchetes. Tendría que vérselas conmigo.]
“No lo entiendo”, dirán muchos lectores; “no entiendo esto que estoy leyendo, así que debe de ser muy bueno”. Lo dirán hablando de Proust o de Joyce, de Kafka o de Borges. Los lectores atentos sí existen, y suelen tragarse casi todo lo que les echan, no sé muy bien para qué. Para quedar bien consigo mismos, supongo, cada uno con su propia soledad. Romper el figurativismo a cabezazos siempre es tentador. Es una manera de matar al padre desconocido.
Pero es cierto, por otro lado, que hay que matar al padre, conocido o desconocido. Hay libros que nos dejan una inquietud, porque no muestran el agujero de la caja, sino el fondo: La metamorfosis, Crimen y castigo, Las Confesiones, todo Poe, Últimas tardes con Teresa… Últimas tardes con Teresa, por ejemplo, no es un libro demasiado pulido ni técnicamente bello, se le notan carencias, zonas bastas, diálogos forzados, frases subordinadas, difíciles, en exceso. Pero es una gran novela. Porque habla de la existencia. Muestra la existencia, hasta el fondo. Siempre nos han mostrado —en la televisión, en la escuela, en la familia, en la iglesia, en la fábrica, en google— que lo cómico, lo risueño, lo optimista, es lo visible, lo contable, lo que se puede aceptar sobre la escena, en la sobremesa. Lo invisible, lo incontable —nosotros—, en cambio, es lo obsceno, es decir, lo interesante. La tragedia, la guerra, su gestión y su digestión, como nos enseñaron los griegos. Talando o tallando la madera.
Claro que al lector, según los cánones, hay que atraparlo. Cultura de bestseller, con pretensiones o sin ellas. El lector es un niño, una ninfa, una nínfula de fin de semana, es tonto, es subnormal. Hay escritores que no se recatan y lo dicen abiertamente en las células endogámicas de sus sectas: el lector es tonto, así que hay que atraparlo desde la primera frase de una novela, o de un cuento, para que siga leyendo, y siga y siga, hasta el final, y al final diga: qué novela más bonita, o qué cuento más bonito. Hay otros escritores, en cambio, que hablan del lector atento. Son crípticos, experimentan, se fuerzan a ser originales para que se les reconozca en sus parnasillos particulares. Buscan al lector listísimo. Ambos tipos de escritor olvidan que el lector no existe.
Steinbeck lo dijo perfectamente: el lector “es tan estúpido que no se le puede confiar una idea. Es tan inteligente que te pillará al más mínimo error. No comprará novelas cortas. No comprará novelas largas. Es parte imbécil, parte genio y parte ogro. Existen algunas dudas respecto a lo que puede o no leer”.
“En fin (…) —concluye Steinbeck—, es igual que yo, no es un extraño en absoluto. Se llevará de la historia lo que pueda coger. El que sea torpe se quedará con la torpeza, y el que sea brillante encontrará cosas en el libro que ni yo sabía que estaban ahí”.
En definitiva, el lector no existe: existen los lectores en sus momentos, y desde luego no hay que atraparlos desde la primera línea. Hay que espantarlos. Son ellos los que abren el libro; son ellos, cada uno de ellos, los que deben atraparnos a nosotros los escritores si tanto les interesa. Y si no, vayan con Dios en buena hora. 

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