20 marzo 2017

Por qué escribimos lo que escribimos y no otra cosa

Hay muchos móviles para escribir, tantos como autores y momentos. Puedes querer matar a tu padre, vengarte de tu ex, humillar a tu jefe, declarar tu amor a una vecina, volar, viajar, huir, arreglar el mundo o destruirlo. Luego, lo pretendas o no, cuando tu escritura merece la pena, lleva eso que puede llamarse un mensaje más o menos general, más o menos trascendente, sea la denuncia de la miseria de tu barrio o la exaltación de la grandeza de tu especie.
Pero, mensajes aparte, la idea primigenia, la que te hace levantarte del sofá y ponerte a la mesa rotulador en ristre sobre blanco y temible folio, suele ser más pedestre, o si se quiere más real, menos elevada que la que apunta el mensaje. Umberto Eco, por ejemplo, dijo que escribió El nombre de la rosa porque “tenía ganas de envenenar a un monje”. Carmen Posadas tampoco oculta que escribió Cinco moscas azules para saldar cuentas con Pedro J. Ramírez por lo que ella considera el trato injusto que su marido, Mariano Rubio, recibió por parte del director de El Mundo.
Es conocida la anécdota sobre Juan Marsé y su novela Últimas tardes con Teresa. Poco después de su publicación, una estudiante universitaria fue a entrevistarse con él. Ella y un grupo de compañeros suyos habían hecho un trabajo sobre la obra y habían llegado a la conclusión de que Marsé había querido hacer un “ajuste con la burguesía” con su novela. Él le dijo que no, que nada de eso, y ella insistió una y otra vez: que quizá él no se había dado cuenta, pero que Últimas tardes con Teresa era una ajuste con la burguesía. Y tanto insistió que Marsé, ya un poco harto, le reveló lo que de verdad le había movido a escribir su obra: “Mira, nena —le dijo—, te voy a explicar qué me inspiró Últimas tardes con Teresa. Yo siempre me he querido follar a una chica rubia y con los ojos azules como tú, pero como soy feo no he podido nunca. Para mí la novela ha sido una forma de embellecer mi mundo, y he creado ese personaje, que podrías ser tú. Si hubiera tenido la oportunidad de follarte a ti en vez de escribir Últimas tardes con Teresa, no la habría escrito”.
Evidentemente (?) era una boutade, pero querer follarse a una rubia de ojos azules es un motivo tan válido como cualquier otro para escribir, quizá uno de los mejores. La suficiencia de aquella estudiante de clase alta no podía estar más fuera de lugar frente a Marsé, un obrerete de modales poco pulidos que desprecia en su novela a los “señoritos de mierda” progres, a los hijos de papá que en los años cincuenta (el célebre 1956) les dio por meterse a salvar a la clase obrera para pasar el rato, en su búsqueda de emociones y de aventuras pasajeras.
Al margen del móvil concreto y fácilmente identificable que sirve de detonante para la escritura de una novela, hay autores que escriben una obra tras otra sólo para no tener que suicidarse. Algunos lo acaban haciendo de todos modos, pero por el camino dejan un rastro de buena literatura. Pueden tener que ver o no con los autores que se esconden, que no sólo no prodigan su imagen ante el público sino que huyen de la fama y de la prensa.
En definitiva, a la larga no importa el motivo primero, ni siquiera el mensaje secundario. Como siempre, importa la forma. Puede haber un detonante u otro, o una mezcla de varios; puede incluso que no se sepa claramente qué es lo que se quiere decir cuando se empuña el rotulador, pero en ese caso el detonante es la pura necesidad de escribir. Gardner lo explica así: “Descubrí lo que todo buen escritor sabe: que conseguir escribir exactamente lo que se pretende decir ayuda a descubrir lo que se pretende decir”.
El mensaje puede ser discutible, alegre, triste, estrambótico, incluso repulsivo, pero en todo caso, siempre debe ser fascinante y por tanto auténtico. La forma, una y otra vez. Todo en literatura es forma, el fondo es un pretexto. Por eso, según Gardner, los escritores deben conocer claramente cuáles son sus sentimientos, sus prejuicios, sus filias, sus fobias, indagar en ellos y localizarlos. “No importa —dice— que detesten a casi toda la humanidad, como Céline, o a determinados colectivos, como Nabokov. Lo que cuenta en su caso no es que lleguemos a creer que la visión particular que se nos ofrece sea acertada sino que ese observador nos convenza y llegue a interesarnos de tal forma que nos veamos obligados a seguirlo”.
Como dijo Sartre, la lengua escrita es un idioma extraño. Es necesario aprenderlo y practicarlo constantemente, con cualquier excusa o sin excusa alguna. Llegar a dominar sus códigos, sus resortes, sus signos. “La escritura fácil no existe —dice Sartre—. Se debe a la naturaleza del verbo: hablamos en nuestra propia lengua y escribimos en una lengua extranjera”.
Dantesco, sádico o kafkiano son algunos vocablos comunes de origen literario. El que existan autores de ficción capaces de transmitir tanto como para nombrar partes de la realidad dice mucho de sus letras y de todas las letras. Los motivos, fundamentales para el escritor, no son importantes para el lector, sólo las letras. Parafraseando la admonición a Lázaro de los Evangelios: escritor, siéntate y escribe. Seguro que tienes algún motivo.

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