Acaba de salir ‘Heil, Todo’, mi tercera novela. Escrita entre 2016 y 2020, ha sido publicada en febrero de 2021. Puedes comprarla pinchando en la imagen de la portada:
Aquí tienes algunos extractos:
Me dijeron que nunca llegaría a nada. Se equivocaban. He llegado a nada.
Escribía mucho. Un diario con notas, reflexiones y cosas así, en cuadernos escolares. Lo había comenzado a los doce años. Al principio esos textos eran más o menos aptos para todos los públicos, y mostraba algunos a Tamara y Vanesa, sus amigas, pero dejó de hacerlo cuando se pusieron a decirle “eso no puede ser” o “qué exagerada” si leían en su diario cosas que no les cabían en la cabeza.
—¿Cómo te va a decir eso tu madre, Pili? —dijo Tamara—. No puede ser. Es tu madre.
—Pili, una madre nunca haría eso —dijo Vanesa.
Pinchando en esta imagen puedes leer las veinte primeras páginas:
Esa mañana me había quedado mirando a una chica que patinaba con una mochila a la espalda, calle Embajadores abajo, sobre la siete y cuarto. La perdí de vista cuando me metí en la calle Bolívar a desayunar en El Rincón. Creía que era mi vecina nueva, la del cachorro grande. Luego supe que no. Mi vecina apenas salía de casa más que a pasear al perro. La chica de los patines daba bandazos, se agarraba de vez en cuando a una farola o a un buzón, se recuperaba y volvía a emprender la marcha. Sólo la había visto de espaldas, pero me había recordado a Pilar, porque era delgada y porque tenía el pelo corto y oscuro.
Eso me sorprendió, me sorprendió mucho. Pensar en Pilar fuera del trabajo era… No sé, me sorprendía mucho. No me gustaba ni me disgustaba. Pero ¿por qué cojones pensaba en Pilar a las siete y cuarto de la mañana? Claro. La falta de detalles en su mesa. La falta de detalles en su mesa podía significar desapego a la mesa, desapego a los detalles o desapego a sí misma. Me interesaba averiguarlo. ¿Por qué me interesaba averiguarlo, si apenas sabía nada de ella? Porque esa manera de querer pasar inadvertida me llamaba la atención. Era algo nuevo. Siempre es una novedad encontrarse con alguien como uno.
El trayecto de la carretera de Andalucía que yo hacía a pie a diario desde la boca del metro de San Cristóbal hasta el trabajo, y otra vez a la vuelta, tiene una acera estrecha que no está pensada para que las personas la usen; no se me ocurría quién o para qué la habría diseñado. Ahí no caben dos personas que circulen de frente o una junto a otra; al menos una de las dos tiene que bajar a la calzada. De hecho, en algunos tramos apenas cabe una sola, y eso si es delgada, y los coches, los autocares y los camiones van a toda hostia, te pasan al lado, no puedes despistarte. El trayecto bordea un cuartel abandonado, con muros blancos (algún día debieron de serlo), grises y pardos, que tienen alambradas encima, y detrás, hojarascas, arbustos y árboles descuidados, o más bien asilvestrados, que desbordan las alambradas con sus ramas y entorpecen el paso de quienes se aventuran por allí; en el suelo hay tierra y piedras y baldosas sueltas. Es un camino feo de cojones; llamarlo camino es una licencia poética. En un punto de ese camino, en la pared blanca, hay una grieta vertical, una grieta como hay docenas a lo largo de este trayecto. La grieta parte del suelo, asciende y, en un quiebro, se rompe y se convierte en dos grietas divergentes, como rayos o como nervios. El conjunto forma una i griega irregular. Una grieta puede parecer algo improductivo. Pero, si se bifurca, una grieta puede producir algo: dos grietas.
Me había acostado con Pilar. Estaba bien, estaba muy bien, pero tampoco había que hacer poesía lírica con eso. Puedes hacer lírica o épica con las empresas de tornillería, pero no con Pilar y conmigo. Éramos hermanos incestuosos, profanadores de nuestras propias tumbas, y a ninguno de los dos nos gustaba la poesía. Ni la poesía ni Platón ni los dramas. Sólo las tragedias, y sólo las necesarias. Las nuestras.
Hay opiniones. Tantas como culos, se dice. En la mía, el peor crimen es cualquier agresión a una criatura. Cualquier agresión, física o no, sexual o no, a una niña. A Pilar niña. Indefensa, crédula, confiada y aún —ya— capaz de perdonar. Puede que a esa niña le quede el tónico del odio para siempre, pero, si es demasiado joven, el tónico del odio quedará rebajado por el veneno del perdón. Al menos al principio, y de ahí, casi siempre. Prácticamente siempre, a menos que se busque y se encuentre un antídoto contra esa ponzoña, el perdón. El antídoto es más odio. Más, odio, odio, odio hasta que el odio te llene de calma de la cabeza a los pies; inundarlo todo con odio y más odio, y más todavía; el dulce odio, el único remedio, la única cura posible, el odio, el odio sin medida, la verdadera salvación, el verdadero alivio. Odio que lo anegue todo y lo airee todo y lo ventile todo, y extinga hasta el último resto, hasta la última partícula nauseabunda de amargo perdón.


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