Me sorprendí a mí mismo sorprendiéndome de la fuerza, la vida que respiraban por todos los poros del papel tres textos escritos por tres compañeras que tienen mucho que decir y que lo dicen. Sin duda se trataba de textos necesitados —como todos— de un pulido técnico, de reescritura, correcciones y demás. Pero tenían lo primordial, lo prioritario: autenticidad. Rebosaban verdad.
Uno, un relato amable, sencillo, sin artificios; casi una enumeración de hechos. Otro, un cuento inquietante, ambiguo, con sobresaltos. El tercer texto era introspectivo, un monólogo interior digamos que existencial. Y, por alguna razón, se notaba el latido, el pulso de cada autora en cada frase, casi en cada palabra de esos textos breves y dispares. ¿Qué tenían en común? Autenticidad. Tenían algo que contar y lo contaban. Decían porque tenían algo que decir.
La autenticidad no siempre es desgarradora o tremendista o dramática; muy bien puede ser consoladora, suave o agradable. Pero siempre nos señala nuestra fragilidad, nuestro punto débil, y nos hace sentirlo.
La autenticidad no siempre es desgarradora o tremendista o dramática; muy bien puede ser consoladora, suave o agradable. Pero siempre nos señala nuestra fragilidad, nuestro punto débil, y nos hace sentirlo.