Imaginemos una novela sobre un personaje que viaja por una carretera, sea por obligación, por necesidad o por compromiso. Puede hablarse de lo que este viajero lleva en el coche (documentos, uno o dos airbags, pañuelos de papel), puede contarse lo que el viajero declara en la aduana, o lo que transporta en el camión (cajas de fruta o inmigrantes ilegales), puede describirse lo que exporta, o incluso lo que pasa de contrabando. Ésas son sus circunstancias. Es un tipo que viaja. Eso es lo que le pasa: viaja. Él no hace el viaje, el viaje es algo que le ocurre. Podría no viajar, podría ser peón caminero o saltimbanqui, da igual, y seguiría siendo básicamente el mismo. Pero ¿quién es ese personaje, básicamente? Si queréis saber quién es, no miréis en el maletero del coche ni en el remolque del camión, ni mucho menos os fiéis de lo que declare en la aduana.
Mirad en sus bolsillos. Ahí encontraréis su esencia. Puede llevar un mechero de oro con una cruz de Lorena en huecograbado; puede llevar fotos arrugadas de dos niños rubios, quizá sean sus hijos pese a que él es moreno; puede llevar un análisis de sangre o un collar de perro; podéis encontrar un manojo de llaves, o dos manojos de llaves, ansiolíticos rojos, tabaco negro, una cartera de piel, dos mil euros en billetes de veinte, dos tarjetas sin fondos, una servilleta de papel con el número de teléfono de su cuñada tachado con bolígrafo azul. Puede no llevar nada más que pelusa húmeda, o quizá pelusa seca; puede tener los bolsillos vacíos, cosidos, rotos: ése es el personaje. Podéis buscar en el coche, pero no os entretengáis demasiado; lo esencial, lo verdaderamente importante está en sus bolsillos: mirad ahí.
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